En la vejez
No suelo pensar mucho en mi vejez, en cómo estaré, en qué circunstancias de la vida viviré, en si sufriré o no al final de mis días o en el último tramo de ella, incluso en si llegaré a ella. En nada de esto invierto especial tiempo. Pero si alguna vez vuelvo la mirada hacia ese periodo de mi vida, que está todavía por llegar y que llegará cuando le corresponda, si es que llega, en mí se despiertan algunos deseos: el deseo de no molestar ni entorpecer la vida de nadie, el de no ser tratado como un sordo -que probablemente lo estaré- hablándome, por generalización, a gritos o con voz fuerte y proyectada. Y el deseo de que no me den explicaciones superficiales y obvias, como una piedra que en el discurrir de su vida nada ha aprendido; como un vegetal al que la naturaleza le ha negado la posibilidad de pensar; de darse cuenta de su condición y limitaciones, de sentir la vida, aunque de manera algo diferente; de comparecerse y de tener el derecho a ser tratado como persona tras tantos años de luchar por serlo.
Otra cosa es que la vida me haya enseñado la prudencia, que entrar en reclamos sólo alimenta mi ego y hace más complicadas las relaciones. En definitiva, deseo que se comprenda que mi actitud, si bien pueda acabar asentada en el silencio y en la prudencia, para nada estará carente de emociones, de sentimientos y de una particular manera de sentir y de ver la vida, que ella misma me habrá enseñado.



